martes, 14 de julio de 2009

La túnica de la muerte rosa

La túnica de la muerte rosa

La muerte azotaba las calles de Buenos Aires. Cálida y dolorosa, recorriendo el cuerpo. Nadie se encontraba a salvo ya del virus que viajaba solo, junto al viento.
Pero nada de esto le importaba a Virginia. Con el Colegio cerrado, tenía espacio suficiente para mantenerse al resguardo de aquella trágica muerte. Su preuniversitario fortificado contaba con un andamiaje externo, numerosas escaleras, una laberíntica mesa de entradas, donde, si hasta un documento encontraba trabas burocráticas para pasar, menos podría pasar un virus sin una significativa supervivencia en el exterior. El claustro central del edificio había sido recubierto para filtrar el paso de la luz solar, sumiendo a todos los espacios próximos a un anacronismo, en donde las siluetas se convertían en maleables ante la llama de los candiles. Allí tenía todo lo que necesitaba: un depósito con comida del buffet, grandes sillones antiguos para descansar, ordenadores para mantener un hermético contacto con el exterior. Contaba también el Colegio con una sala de cine, y un natatorio de aguas pantan
osas. Todos los ambientes habían sido decorados de manera diferente, a usanza de la última dictadura. Algunos claustros habían permanecido con sus azulejos verdes, mientras que algunos fueron modificados con azulejos azules. El central sufrió un cambio drástico, al ser pintado de rojo, y el primer nivel del edificio, correspondiente a la biblioteca y a rectoría, mantenía su color original: blanco. El único espacio que Virginia evitaba era el del segundo piso, donde antiguamente se encontraba el gabinete de geografía. Por un lado del pasillo existían dos grandes balcones con salida al exterior, y por el otro, 3 ó 4, que observaban desde lo alto la lúgubre Aula Magna. En aquel recinto permanecía cautiva la organista, quien tocaba una melodía estremecedora por cada campanada de la Catedral.
Virginia, festejando su inmunidad, decidió inv
itar a todas las autoridades de la universidad a realizar un desfile de investiduras académicas. Allí estaban todos: desde Rubén Hallú, Beatriz Guglielmotti, C. Más Vélez, y Schuster, hasta López, Schipani, Ma. Rosa del Águila, e inclusive Sergio Zardi. Se divertían mostrando sus cargos, firmando resoluciones, planeando estacionamientos, y encareciendo los posgrados.
Al octavo día de su festejo, la rectora decidió agasajar a los concurrenter con un baile de túnicas, el cual consistía en emular una fiesta romana en triguto a Baco, vistiendo túnicas blancas y peinándose con laureles. El baile duró todo el día, y al escuchar cada una de las melodías del órgano, hora por hora, las autoridades se miraban por un instante con miedo, hasta que el sonido se extinguía, y la fiesta volvía a la normalidad. Al acercarse las doce de la noche, para cuando esta
ba previsto el clímax de la celebración, una figura extraña irrumpió en el establecimiento. Llevaba una túnica rosa, cruzada por una franja morada, y su rostro estaba cubierto por una máscara de chancho.



"Qué mal gusto" exclamaron algunos de los que estaban allí presentes. "Un chancho, y esa morada franja, hay asuntos que es mejor ocultar" alcanzó a decir López, ofendida. En ese mismo momento, la organista tocó la melodía más estremecedora, aquella que daba las doce. El extraño chancho dirigió su atención a Virginia, la cual comenzó a correr hacia el reloj que pende de una cadena en el hall de entrada. Aterrorizada, subió la escalera de mármol que lleva a rectoría, e intentó abrir la puerta, la cual, sorprendentemente, se encontraba trabada. El chancho lanzó una carcajada macabra. La rectora siguió corriendo, pasó la biblioteca y se dirigió al pasillo de botánica, pero decidió subir las escaleras hasta el claustro de geografía. Este espacio se encontraba silencioso, y sus paredes permitían camuflarse con la oscuridad. Cuando se encontraba en la mitad del pasillo, una voz aguda le habló al oído "Hola Virginia, ¿te acuerdas de mí?". Las pupilas de la fémina se agrandaron. Atinó a darse vuelta y desenmascarar al extraño. Un grito de horror recorrió la institución. Frende a la pálida y disminuida educadora se encontraba la figura del Dr. Horacio Sanguinetti.
Sin más fuerzas para gritar, González Gass alcanzó a abrir uno de los balcones orientados al Aula Magna, y saltó. Murió antes del contacto con el suelo, debido a un ataque cardíaco.
Sanguinetti sonrió con agrado al comprender que el Colegio era suyo otra vez. Bajó al Claustro Central, y empomóse, uno por uno, a todos los invitados, infectándolos con la peste rosa al ritmo de "como en el 83, como en el 84, como en el 85..."




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